jueves, 29 de mayo de 2008

Retrovisor

No saben nah lo que me pasó. Después que le bailé a las viejas verdes a la salida del supermercado para ganarme las cinco lucas, me fui a tomar micro de vuelta a la U para que me devolvieran los zapatos, la mochila y la billetera. Dejé solos a los natalinos tira piedras, ese fue mi craso error.
Para empezar, me equivoqué de micro y tomé una que se iba por una ruta que no me dejaba tan cerca de la facultad, pero conocía un atajo que pasaba por un terreno baldío, así que no me preocupé. Al subir, noté que no había asientos adelante desocupados y de la mitad para atrás no había nadie, así que me senté en la última fila, junto a la puerta de bajada.
Al ratito después, se subieron tres niñitos a los que les noté cierto aspecto sospechoso, digamos que ropa muy grande y harto bling bling. Cuando se sentaron al lado mío me empecé a preocupar y recordé una de las mil precauciones que mi madre me dijo en el aeropuerto de Punta Arenas antes de tomar el avión para Santiago: “Siéntese siempre cerca del conductor, nunca en los asientos de más atrás”. Uno de los cabros chicos andaba con una enorme radio y puso rap a todo lo que le daba el volumen. Me di cuenta que el chofer miró por el espejo retrovisor con cara de hastío y seguidamente me hizo un gesto con las cejas que no entendí muy bien, algo así como “cuidado”. Como estaba sentado detrás de la escala de la puerta y con los tres pendex sentados al lado, no podía moverme sin pedir permiso.
Cuando ya estaba sudando la gota gorda, empecé a sentir la mirada de los tres clavada en mí. Ya estaba demasiado incómodo y tenía que hacer algo para salir de ahí. Los miré y pedí permiso al que estaba a mi lado para pasar al pasillo. “¿Ya te vai, flaquito?”, me dijo impidiéndome el paso. “¿No vai a cantar?”, preguntó el segundo. “Si querís te apagamos la radio”, concluyó el tercero y recién caí en cuenta de que con mi pinta pensaban que era un mendigo. “Ah, es que ya canté”, atiné a decir. “Toma”, me dijo el primero pasándome algo en la mano y dejándome pasar. Toqué el timbre y me bajé lo más rápido que pude.
Por fin en la calle, recién miré lo que me había pasado el cabrito. Era una moneda de quinientos pesos.
Como me había bajado antes, caminé un poco hasta llegar al atajo. Había que cruzar un terreno como de media cuadra que estaba lleno de maleza. Pasé por el hoyo del muro y de sopetón me encontré con dos tipos de terno y con maletines. Uno me agarró por atrás y el otro me susurró que le pasara la plata. Le di los cinco mil pesos ganados con el sudor de mi frente, pero escondí la moneda de quinientos en mi mano. Fue una cosa de segundos, ni alcancé a dimensionar lo que me había pasado. Me soltaron y partí corriendo lo más rápido que pude hasta el otro extremo y cuando salí por ese hoyo a la calle, volví a correr, hasta que llegué casi llorando a una casa que me parecía familiar. Cuando me calmé un poco y aclaré mis pensamientos, reconocí la casa de mi tía Enriqueta. Ella no estaba, pero me recibió María Paz. Le conté todo, me dio un vaso de agua y me hizo cariño en la cabeza. Tenía que irse a sus clases de medicina a la U en Valparaíso, así que me acompañó hasta mi facultad antes de tomar su micro.
“¿Y ahora qué hago? No me van a creer y no me van a devolver mis cosas”, pensé al despedirme de Pachi. “¿Cómo no se me ocurrió pedirle a ella que me prestara la plata?”, pero la neurona ya estaba cansada. Entré a la sala y le expliqué al cabecilla mi situación. “Pucha, qué lata, flaquito, te prometo que tu castigo será más leve”, me dio como solución. “Anda a sentarte con los que no pagaron y están en capilla”, agregó e indicó a un grupo de pelolais y una chica muy tímida de Arica que estaban en una esquina de la sala rodeados de sillas y un estudiante que no los dejaba moverse de ahí, haciendo el papel de carcelero.
“¿Cómo que te llamas tú, este?”, le pregunté a la ariqueña. “Silvia”, me respondió con un kilobyte de voz. “¿No pudiste conseguir las cinco lucas?” pregunté, como si estuviera cumpliendo el rol de interrogador. “Es que a mí la gente como que no me ve y solo junté quinientos pesos”, dijo. “Lo mismo que yo”, le dije para consolarla.
Y no saben nah lo que me pasó después, pero eso mejor se los cuento la próxima semana.

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