jueves, 29 de mayo de 2008

Retrovisor

No saben nah lo que me pasó. Después que le bailé a las viejas verdes a la salida del supermercado para ganarme las cinco lucas, me fui a tomar micro de vuelta a la U para que me devolvieran los zapatos, la mochila y la billetera. Dejé solos a los natalinos tira piedras, ese fue mi craso error.
Para empezar, me equivoqué de micro y tomé una que se iba por una ruta que no me dejaba tan cerca de la facultad, pero conocía un atajo que pasaba por un terreno baldío, así que no me preocupé. Al subir, noté que no había asientos adelante desocupados y de la mitad para atrás no había nadie, así que me senté en la última fila, junto a la puerta de bajada.
Al ratito después, se subieron tres niñitos a los que les noté cierto aspecto sospechoso, digamos que ropa muy grande y harto bling bling. Cuando se sentaron al lado mío me empecé a preocupar y recordé una de las mil precauciones que mi madre me dijo en el aeropuerto de Punta Arenas antes de tomar el avión para Santiago: “Siéntese siempre cerca del conductor, nunca en los asientos de más atrás”. Uno de los cabros chicos andaba con una enorme radio y puso rap a todo lo que le daba el volumen. Me di cuenta que el chofer miró por el espejo retrovisor con cara de hastío y seguidamente me hizo un gesto con las cejas que no entendí muy bien, algo así como “cuidado”. Como estaba sentado detrás de la escala de la puerta y con los tres pendex sentados al lado, no podía moverme sin pedir permiso.
Cuando ya estaba sudando la gota gorda, empecé a sentir la mirada de los tres clavada en mí. Ya estaba demasiado incómodo y tenía que hacer algo para salir de ahí. Los miré y pedí permiso al que estaba a mi lado para pasar al pasillo. “¿Ya te vai, flaquito?”, me dijo impidiéndome el paso. “¿No vai a cantar?”, preguntó el segundo. “Si querís te apagamos la radio”, concluyó el tercero y recién caí en cuenta de que con mi pinta pensaban que era un mendigo. “Ah, es que ya canté”, atiné a decir. “Toma”, me dijo el primero pasándome algo en la mano y dejándome pasar. Toqué el timbre y me bajé lo más rápido que pude.
Por fin en la calle, recién miré lo que me había pasado el cabrito. Era una moneda de quinientos pesos.
Como me había bajado antes, caminé un poco hasta llegar al atajo. Había que cruzar un terreno como de media cuadra que estaba lleno de maleza. Pasé por el hoyo del muro y de sopetón me encontré con dos tipos de terno y con maletines. Uno me agarró por atrás y el otro me susurró que le pasara la plata. Le di los cinco mil pesos ganados con el sudor de mi frente, pero escondí la moneda de quinientos en mi mano. Fue una cosa de segundos, ni alcancé a dimensionar lo que me había pasado. Me soltaron y partí corriendo lo más rápido que pude hasta el otro extremo y cuando salí por ese hoyo a la calle, volví a correr, hasta que llegué casi llorando a una casa que me parecía familiar. Cuando me calmé un poco y aclaré mis pensamientos, reconocí la casa de mi tía Enriqueta. Ella no estaba, pero me recibió María Paz. Le conté todo, me dio un vaso de agua y me hizo cariño en la cabeza. Tenía que irse a sus clases de medicina a la U en Valparaíso, así que me acompañó hasta mi facultad antes de tomar su micro.
“¿Y ahora qué hago? No me van a creer y no me van a devolver mis cosas”, pensé al despedirme de Pachi. “¿Cómo no se me ocurrió pedirle a ella que me prestara la plata?”, pero la neurona ya estaba cansada. Entré a la sala y le expliqué al cabecilla mi situación. “Pucha, qué lata, flaquito, te prometo que tu castigo será más leve”, me dio como solución. “Anda a sentarte con los que no pagaron y están en capilla”, agregó e indicó a un grupo de pelolais y una chica muy tímida de Arica que estaban en una esquina de la sala rodeados de sillas y un estudiante que no los dejaba moverse de ahí, haciendo el papel de carcelero.
“¿Cómo que te llamas tú, este?”, le pregunté a la ariqueña. “Silvia”, me respondió con un kilobyte de voz. “¿No pudiste conseguir las cinco lucas?” pregunté, como si estuviera cumpliendo el rol de interrogador. “Es que a mí la gente como que no me ve y solo junté quinientos pesos”, dijo. “Lo mismo que yo”, le dije para consolarla.
Y no saben nah lo que me pasó después, pero eso mejor se los cuento la próxima semana.

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jueves, 22 de mayo de 2008

Mendigos por un día

No saben nah lo que me pasó. Luego de las bromitas que nos hicieron los compañeros viejos a los novatos durante dos semanas, cuando ya pensábamos que una chorizada de bienvenida sería todo, un día en que estaba todo re piola, como si fuera la calma antes de la tormenta, ¡chan! ¡Mechoneo, miércale! Se nos abalanzaron antes de que terminara la clase, con el profe todavía adentro de la sala y, con toda desfachatez dijeron “permiso, profesor”, lo dejaron a él salir y a nosotros nos impidieron el paso.
Primero, con una soga nos amarraron de la cintura y luego nos sacaron los zapatos, las billeteras y las mochilas. “Tranquilitos, si se resisten va a ser peor”, nos amenazó quien parecía ser el cabecilla. A continuación, nos sacaron en fila india al patio, donde nos esperaban las estudiantes de segundo año que nos hicieron bolsa las poleras a todos los hombres con las puras uñas y un par de ellas empezó a dibujarnos el torso con “aparatos reproductivos”, como ellas mismas dijeron. Nuestras compañeras mechonas tuvieron más suerte, entre comillas, porque solamente les hicieron tira las blusas de la mitad para abajo y en la espalda les hicieron un par de tremendos hoyos en los que dibujaron un pequeño círculo, se imaginarán lo que representaba.
No contentos con tal vejamen (ya parezco periodista describiendo los hechos, me cagoche), tenían dispuesta una poza con barro y quizás qué fluidos corporales. Tuvimos que pasar por ahí arrastrándonos para llegar donde una cabeza de chancho, a la que si no besábamos, teníamos la simpática alternativa de ser bañados en pescados y huevos podridos. Obviamente la mayoría prefirió arriesgarse con una triquinosis mil veces a terminar maloliente por el resto de la semana.
Para finalizar, nos pidieron, con mucho respeto y cariñosamente, que les trajéramos cinco mil pesos antes de las seis de la tarde para que nos devolvieran nuestras preciadas pertenencias. “Tienen tres horas. Aunque les falte un peso para los cinco mil, no devolveremos nada. Tienen que traer una Gabriela, no menos”. Algunos pelolais se quisieron pasar de listos queriendo sacar plata de sus billeteras, pero no los dejaron y tuvieron que pedir limosna igual que todos los del populacho.
Como nuestra universidad queda medianamente lejos del centro de Viña, tuvimos que pedir plata a la poca gente que andaba en la calle en un barrio residencial como en el que estábamos. Por lo menos suficientes monedas hasta que alguien se avivó y propuso que mejor nos fuéramos al centro. Al tomar la micro tuvimos que rogar para que el chofer nos dejara subir en ese estado “checopetesco” impresentable. Cuando llegamos, por suerte en la calle Valparaíso las tiendas ya estaban abiertas otra vez (cierran al almuerzo) y había muchísima gente transitando. Con los natalinos tira piedras nos avispamos y nos fuimos a mendigar a la salida de un supermercado frente a la plaza.
“Uy, que blanquitos estos niñitos”, fue la frase que más escuchamos de las viejitas frescas que a cambio de monedas nos pedían “besitos”. “Por una luca le bailo, abuelita”, no sé cómo se me ocurrió decirle a la cuarta vieja verde. “Yapoh”, me dijo la señora que se parecía a la abuelita de los Venegas de TVN, pero sin cirugías. O sea, peor. “¿Qué le apetece?”, le dije más canchero que… nunca. “Baile rechetón”, me respondió con la placa media suelta. “Ese baile debe ser muy antiguo porque no lo conozco, ¿es como el charlestón?”, le dije antes de caer en cuenta de que quería reggaetón. “¡Rechetón! ¡Ese que bailan en Rojo las niñitas!”, me gritó como si fuera yo el sordo. Así que le hice un perreo a la viejuja aunque me cargara esa tontera de baile. Por ganarme las lucas lo más pronto posible estaba dispuesto hasta a bailar ballet.
Quina me dio la veterana apretá. Pero las ancianas que venían más atrás fueron más solidarias y pasaron luca y otra luca quina.
Estaba re contento, porque los natalinos tira piedras apenas llevaban un par de monedas y a mí ya no me faltaba casi nada. Cuando por fin junté mi “cota”, partí a tomar la micro de vuelta a la universidad terrible de contento…
Y no saben nah lo que me pasó después, pero eso mejor se los cuento la próxima semana.

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jueves, 15 de mayo de 2008

Ruptura por mensaje de texto y pre-mechoneo

No saben nah lo que me pasó. ¿Se acuerdan de la Poncia? Déjenme refrescarles la memoria. La Poncia es mi polola en Punta Arenas. Más bien, “era”. Nos estuvimos texteando durante estas semanas que llevo en Valparaíso. Pa’ los ancianos que lean esta columna, textear es enviarse mensajes por el celular. Pero en mi último texto se me armó el tremendo quilombo:
“HOLAESTE! Cuándo me convidas a ir a la playa de nuevo, oye? Ya me recuperé de la insolación y quería verte tu cara otra vez. Te llamo más tarde que ahora casi me pasé a caer tratando de escribir por esta lesera. Un besito, Barrientovic.”
El problema es que no sé por qué no se lo envié a la Pachi y le llegó a la Poncia. Quizás fue una equivocación inconsciente al anotar el número de celular, no sé. La cosa es que la Poncia estaba más privá que un basilisco y me mandó a la punta del cerro Mirador, podría decirse si estuviera allá.
Así que estoy soltero. Mejor, “Amor de lejos, amor de pendejos” le escuché decir a alguien y tiene razón. Cuesta mucho mantener una relación amorosa estando separados por más de tres mil kilómetros, aunque exista el facebook, el messenger y la webcam.
Pero ya estoy aclimatándome al litoral central, conociendo una chica viñamarina un poco “tránfuga” con dos personalidades. Pero que le hace el agua al pescado, ¿viste?. Al pingüino en mi caso.
Rebobinemos un poco el rollo, como me cuenta mi papá que hacía el cojo del cine Cervantes, para que les cuente de mi primer día de clases en la U. Ya les conté de la fauna especial que nunca había visto en vivo y en directo, sólo por el programa de la Eva en la tele. Bueno, como a veces soy pillo, me arrimé a los que parecían más normalitos. Parecían. A la hora de presentarnos en la clase de Redacción, resultó que los que yo pensaba que eran “los normalitos”, en efecto eran de zonas extremas igual que yo: un par de compatriotas natalinos tira piedras, uno de Coyhaique, una chica de Arica y dos antofagastinos también de apellido croata. Después supe que por allá hay muchos y con más plata, o salitre, mejor dicho.
Al rato de presentarme frente a todos, muchos especimenes locales nos contaron que pensaban que los natalinos y yo éramos argentinos, no sé por qué. En fin, ese día las clases fueron más que nada para conocernos. Un rato pasamos susto porque alumnos de segundo año empezaron a golpear las puertas y ventanas de la sala gritando que nos preparáramos porque iban a rodar cabezas en el mechoneo. Pensábamos que al salir de la clase lo harían y muchas chicas casi lloraban negándose a poner un pie fuera. Como teníamos otra clase después en el mismo lugar, nadie se movió tampoco. El siguiente profesor era de Introducción al Periodismo. Estuvo un montón de rato hablando sobre el paradigma aquí y el paradigma allá y la Escuela de Francfurt y miles de cosas que nos dejaron más perdidos que en Lost. Y terminó pidiendo que para la próxima clase teníamos que leernos un libraco como de 500 páginas y entregar un “paper” de cinco hojas mínimo sobre él. La clase siguiente todos llegamos con el dichoso “paper”, pero el profesor no apareció por ninguna parte y otro profesor empezó a hablar sobre el ramo diciendo algo absolutamente distinto. Así que le fuimos a entregar nuestros mamarrachos y preguntarle sobre el profesor de la clase pasada, si le había pasado algo o qué. Resultó ser una broma que siempre hacen los de cuarto año. Claro, mandan al alumno más viejo y con más verborrea a ensartar a los novatos con un “paper”.
Pero eso no fue nada tan complicado como lo que ocurrió la semana siguiente. Tras molestarnos todas las santas clases, metiendo bulla y atemorizándonos con el mechoneo, el día menos pensado lo hicieron. Por suerte las primeras dos semanas, aconsejado por mi hermano René que ya es un jubilado en mechoneos, con tres a su haber, fui a clases con una salida de cancha vieja (que a todo esto acá le dicen buzo, como si lo usaran para sumergirse en el agua).
Y no saben nah lo que me pasó después, pero eso mejor se los cuento la próxima semana.

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jueves, 8 de mayo de 2008

Sol, control y sociología

No saben nah lo que me pasó. Luego de que la ola me dejara noqueado y sin traje de baño, Pachi me gritaba para que no me metiera mar adentro porque ella había encontrado los bermudas rosado fosforescente y porque venía una ola mucho más grande.
Lástima que no le entendí. Di más vueltas que en el paseo de la Bories con la fuerza de esta otra ola enorme y desperté tumbado en la playa con todo el poto el aire. ¡Me cagoche, que vergüenza! Pachi corrió hacia mí con una toalla y me tapó, menos mal. Solidaria la chica. Toda mi vida se lo voy a agradecer.
Por suerte, cuando volvimos con sus amigos cuicos había más caras de preocupación que de risa, pero no faltó el tipo “piola” que me lanzó una talla: “¡Volviste, Tiburón Contreras! ¿O tengo que decir Pingüino Contreras?”.
Lo que es yo, no me importaba nada de lo que me dijeran porque Pachi me estaba echando bloqueador solar por todo el cuerpo y eso era suficiente para borrar cualquier humillación de mi mente.
Pero…
Lo malo fue que el factor chorromil no funcionó mucho, para mí que estaba vencido. Terminé rojo como centolla. Al ponerme la polera, con el roce sufrí más que pie de gringo tras siete días de caminata por el Paine.
Cuando volví a mi casa en Valparaíso, no quise ni comer y me fui a acostar, pero hasta las sábanas me molestaban. Dice mi hermano René que tuve una insolación y que tuvo que sacarme toda la ropa, abrir las ventanas, darme casi una garrafa de agua para tomar (no sé como resistí algo que no fuera alcohol) y ponerme paños fríos, como le explicó mi papá por celular. Yo no me acuerdo mucho, pero al otro día estaba con la piel hecho bolsa, todo despellejado.
Lo peor de todo es que ese día era mi primer día de clases.
Así como en Punta Arenas hacemos asado de pingüino, vivimos en iglú y nuestros funerales son quemando al muerto en un bote en el Estrecho, acá en la Región de Valparaíso existen otras tradiciones igual de comunes. Por ejemplo, cuando los porteños tienen que viajar a Viña del Mar, como yo ese día, deben pasar por un estricto control de plagas en la frontera de ambas ciudades. Hay que desnudarse para que revisen pulgas o algún ratón que intentemos pasar de contrabando. Luego del detector de cuchillas y requisición de chompas artesanales, recién te dejan pasar con la condición de que no te quedes mucho tiempo para no espantar a tanto viejito jubilado que vive en la ciudad jardín.
Al llegar a mi facultad en una zona de ultra seguridad llamada Miraflores Bajo, muy cerca del Sporting, lo que vendría a ser nuestro Club Hípico magallánico, existen otros controles: te revisan el carnet por si tienes algún apellido “discordante”. Por suerte soy Barrientovic y no tuve ningún problema, pero el chico que estaba detrás de mí era Quintanilla, ponte tú, y ahí se quedó no más, elevando solicitudes y llenando formularios por si le daban una beca o algo.
Como ya les conté, mi Facultad es una casa enorme, mucho más chica que mi colegio en Punta Arenas. Pero ahora estaba de bote a bote de gente de lo más diversa: muchas pelolais, un par de pokelais, unos cuantos emos, harto neo jipy, hasta un gótico vi.
Todo esto lo sé ahora, porque cuando entré no sabía nada y solo me percaté de que entre el mar de gente existía una fauna y flora bastante heterogénea. Hasta la palabra “heterogénea” no la conocía. Para que vean la de cosas que uno aprende en una Universidad. ¡Juesú!
Poco a poco les iré explicando todo esto para que cuando vengan al norte no los pille desprevenido este zoológico humano. Allá en Punta Arenas uno cree que con ver hiphoperos lo ha visto todo. No, señores, hay vida más allá de Chabunco.
Y no saben nah lo que me pasó después, pero eso mejor se los cuento la próxima semana.

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viernes, 25 de abril de 2008

Arena y chapalele

No saben nah lo que me pasó. Pachi /Violeta, ante mi súplica para que me contara la verdad, terminó confesándome que era ambas: Que estudiaba Medicina desde hace 4 años y también Música desde el año pasado. “Qué crúa esta chica”, pensé al tiro. Debe ser ultra complicado llevar dos carreras a la vez y más encima Música con Medicina. Eso le dije y me respondió que sí, que era súper difícil y que lo más complicado era mantenerlo oculto a su familia porque ellos jamás la habrían dejado hacerlo.
- ¿Y por qué también se lo ocultas a tus amigos? –le solté.
- Por la misma razón que no me gusta mezclar choripanes y leche con plátano.
¡Plop! Me dijo que fuera con ella a la mesa en que estaban sus amigos músicos, nos tomamos unas chelas y resultaron ser todos muy buena onda, bien jipis. Cuando ya se hacía tarde, la acompañé al paradero de micro. Tengo tanta mala suerte que me invitó a que fuéramos a la playa al otro día.
Le dije que sí, pero por supuesto que ahora me estoy arrepintiendo. Es que estoy más blanco que chapalele. Dormí como las pelotas pensando en que al otro día me iba a tener que sacar la polera y ponerme mis bermudas. Es que todos se van a reír de mi cuerpo blancucho. Pero lo peor es que desperté como con alergia en todo el cuerpo. Mi hermano René dice que no es ná alergia, que fueron las pulgas y los zancudos que se dieron el gran festín con mi sangre nuevecita llegada del extremo sur.
Después de embadurnarme con protector solar chorromil partí pa’ la playa. Reñaca a las tres de la tarde dijo. Por suerte andaba con mi celular para ubicarla porque era una playa re larga, como que me anduve perdiendo un rato. Ahora era María Paz, no Violeta. Y la acompañaban puras amigas bien cuicas.
Para mis adentros quería que me tragara la tierra, la arena en este caso, porque eran todas terrible de wenas, pero cuál más Paris Hilton que la otra. Y algunas estaban con pololo, todos surfistas mega bronceados. Estuve como tres horas sin sacarme los jeans y la polera mangas largas, me caigo’che, que calor que hacía. Hasta que:
- ¿Vamos a bañarnos? –preguntó Pachi.
- No, estoy bien así, gracias –le dije traspirando más que oveja antes de la esquila.
- ¡Pero vamos! –insistía María Paz en su bikini calipso que no dejaba nada a la imaginación.
“Vamos Barrientovic”, me di ánimos mentalmente, “no podís dejar mal a los magallánicos”. Y me saqué la polera y los jeans dejando en evidencia mi piel blanca, más blanca aún en contraste con mis bermudas rosado fosforescente.
Corrí a juntarme con Pachi en una ola para no escuchar las risas de sus amigos y meterme luego al agua para que nadie más me viera en esa condición tan vejatoria. No sé si María Paz me sonrió con lástima porque me vio la piel del cuerpo o de verdad se alegró porque fui a acompañarla. En todo caso, disimuló bastante bien si es que por dentro se estaba matando de la risa. El agua no estaba tan helada como la del Estrecho, obvio, y era entretenido esperar las olas para después saltarlas.
El problema fue que de repente no me di cuenta y me agarró una ola bien grande que me dio más vueltas que una lavadora. Tragué arena y me mareé tanto que apenas alcancé a darme cuenta que mis bermudas habían desaparecido. Eso ya era el colmo para un traje de baño flúor, ¿cómo se me iba a perder si momentos antes toda la playa se había encandilado cuando me saqué los jeans?
No hallé nada mejor que meterme un poco más a lo hondo para que no se me viera la raya. Y para más remate, Pachi me gritaba que no me fuera tan adentro…
Y no saben nah lo que me pasó después, pero eso mejor se los cuento la próxima semana.

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viernes, 18 de abril de 2008

Mortalmente parecidas

No saben nah lo que me pasó. Cuando terminé de comerme la tuna como corresponde, con cuchillo y tenedor, María Paz tenía que ir a matricularse para su quinto año de Medicina. Así que, como tan tonto no soy, me ofrecí para acompañarla. De paso aprovechaba de conocer otras facultades de la U y además, para que Pachi me sacara de la gran duda que me carcomía: ¿era ella Violeta o existía un parecido asombroso entre las dos?
En la micro, para romper el hielo, le pregunté a qué especialidad se quería dedicar. Me respondió que le gustaba la obstetricia. Se me ocurrieron un montón de chistes, pero mejor me quedé callado, a veces puedo ser muy ordinario. Me imaginé los extraños aparatos que deben usar y para hacerme el tierno le dije que debía ser super choro (sin ninguna doble intención ocupé ese adjetivo, lo juro) hacer ecografías. Se rió, menos mal, y me explicó que ya había tenido que hacer varias. Que era algo increíble ver las reacciones de las madres cuando podían distinguir en el monitor una cabeza o un brazo de sus futuras guaguas.
Cuando llegamos a la Casa Central de la U pensé que se excusaría de alguna forma para que nos separáramos, pero sorprendentemente no dijo nada, me pidió que le llevara su pesadísimo bolso y la acompañara hasta la ventanilla de matrículas. Y sí, estaba estudiando Medicina, por lo que disimuladamente alcancé a cachar en el recibo que le entregaron cuando pagó. Por lo tanto, Violeta debía ser una niña que se le parecía demasiado.
- ¿Qué hacemos ahora? –me preguntó.
- No sé, tú eres la viñamarina. ¿Qué hacen las viñamarinas después de pagar su matrícula? –le respondí haciéndome el interesante.
- Las viñamarinas solo quieren divertirse –dijo muerta de la risa y coqueta. ¿Vamos a Valparaíso?
- Hecho. Te invito a tomar una leche con plátano y unos choripanes.
Por la cara que puso comprendí que ya había metido las patas. “Son bien raros los magallánicos”, me dijo, “¿dónde se ha visto esa mezcla tan extravagante? Mejor vamos a La Torre a tomarnos unas chelas con mi amigos”. No me quedó otra que aceptar, para caerle en gracia y quitarme el estigma de extravagante.
La Torre no era nada una fortificación española o algo parecido, era una especie de galpón hecho de ladrillos con un techo alto y vigas al aire, hileras de mesas absolutamente llenas de estudiantes tomando cervezas y con reaggetón sonando por lo parlantes a todo chancho. Apenas entramos, Pachi me pidió su gran bolso, que ya me tenía chato, y dijo que necesitaba ir al baño, que por mientras yo buscara unas sillas desocupadas. Primero fui a comprar una cerveza, pero tuve que comprar una de litro porque no vendían individuales. Cuando por fin encontré sillas libres, me senté a esperar. Todavía la estoy esperando.
Cuando ya me había tomado solo el litro entero de cerveza, decidí que era mejor irme donde mi hermano. Me estaba levantando cuando siento que alguien me pasa las manos por atrás de la cabeza y me cubre los ojos con ellas.
- ¿Quién soy? –me pregunta una voz de mujer que me suena conocida.
- ¿Pachi? ¿Por qué te demoraste tanto en el baño? –le dije un tanto enojado.
- ¿Quién es Pachi? ¿Ya estás ponceando con otras chicas?
Estaba seguro de que la voz era igual a la de Pachi. Pero cuando me destapó los ojos y me di vuelta para verla, ¡era Violeta!
Otra ropa, otros zapatos, otro maquillaje, el pelo más desordenado, pero la misma voz y los mismos rasgos de Pachi. Ya pensaba que estaba enfermo de mi cabeza cuando vi que llevaba el mismo bolso gigante.
- Pachi, por favor, explícame lo que está pasando –le supliqué.
Y no saben nah lo que me pasó después, pero eso mejor se los cuento la próxima semana.

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viernes, 11 de abril de 2008

Frutas de la estación

No saben nah lo que me pasó. Después del asado de caleta hamburguesas, la celebración continuó tomándonos unas chelitas y conversando con las estudiantes de música. La que me miró feo porque le pedí que tocara en el teclado una de Di Blasio se llamaba Violeta y la lengua no le paraba. Aunque le entendía la mitad de lo que decía, le seguía el amén para que no se diera cuenta de mi ignorancia en música. En un momento fui al baño y cuando volví ya no estaba. Será, me dije, la Poncia se habría puesto furia conmigo si algo más hubiese pasado con Violeta. ¡Violeta! Hasta el nombre era raro en ella.
Al otro día llamé a mi tía Enriqueta. Le digo “tía” no porque sea hermana de mi mamá, es sólo una amiga de muchos años de la familia. Le conté que iría a conocer mi facultad y al tiro me invitó para que fuera a almorzar después de eso. Qué le hace el agua al pescado y acepté encantado.
La Facultad de Periodismo de mi universidad está en una casa grande en Viña. Cuando la vi al bajarme de la micro, lo primero que pensé fue que era una simple casa remodelada para hacer clases. Incluso es mucho más chica que mi colegio en Punta Arenas. En tres minutos me la recorrí entera, hasta pasear por la Bories me toma más tiempo. Conté 5 piezas con pizarra, una sala de computación y algo que parecía una biblioteca. Debo aclarar que la sala de computación tenía muchísimos computadores eso sí. No había mucha gente, supongo que porque todavía faltan 3 días para que entremos los mechones. Las mujeres que vi tienen pinta de reporteras de Chilevisión, con poleritas de colores vivos y pantalones color crudo. En cambio los hombres, tenían pinta de comunistas, todos con barba y pelo chascón.
Me aburrí luego, como no conocía a nadie, así que me fui a la casa de mi tía Enriqueta. Además quedaba re cerca de mi facultad y como ya faltaba poco para la hora de almuerzo, para allá partí.
Era una casa enorme. No sé cómo lo hace para vivir sola, pensé. Pero la sorpresa fue mayor cuando la que me abrió la puerta era la mismísima Violeta de la noche anterior en el asado de hamburguesas. Ella también casi se cae de poto, pero extrañamente se hizo la lesa y dijo: “Hola, soy María Paz. Me dicen Pachi. ¿Tú eres el niño de Punta Arenas? Mi abuela ya viene, está en la cocina”. Quedé plop. ¿Violeta tendrá hermana gemela?
Me hizo pasar al comedor donde me pidió que me sentara en la cabecera de una larga mesa. Chuta, pensé, parece que son pelolais, tendré que recordar todas las reglas de buena mesa con las que mi mamá nos aburría a la hora de comer.
La tía Enriqueta era una mujer mayor muy delgada y con la cara bien arrugadita, parecía perrito Sharpei. Le traía de regalo de parte de mi mamá unos chocolates regionales y se los pasé antes de que se me olvidaran. Durante el almuerzo me hizo un millón de preguntas y me contó que su nieta Pachi estudiaba Medicina. En ese momento ella me cerró un ojo disimuladamente. No te pongas rojo, Barrientovic, me dije a mi mismo.
Cuando la tía fue a buscar el postre, aproveché de preguntarle si tenía una hermana gemela que se llamaba Violeta. Se rió a carcajadas y me dijo que no, que no fuera tonto.
El postre era una fruta bien rara. Pa’ callao le pregunté a Pachi cómo se comía. Me dijo que la tomara con las manos y la comiera igual que una manzana.
“¡Niño, por Dios!”, gritó la tía Enriqueta que volvía de la cocina. Pero era muy tarde, porque ya le había dado una gran mascada. Después, Violeta-Pachi me dijo, muerta de la risa, que esas frutas se llamaban tunas. Todavía me estoy sacando las espinitas.
Y no saben nah lo que me pasó después, pero eso mejor se los cuento la próxima semana.

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jueves, 3 de abril de 2008

Mi primer asado en el norte

No saben nah lo que me pasó. Después de todos los problemas de comunicación que tuve con estos nortinos me llamó mi mamá para pasar revista: “¿Por qué no le pasaste la centolla a tu tío Juan? ¿No te dije que tomaras un bus para Viña y te fueras donde tu tía Enriqueta? ¿No te sacaste tu parka, hijito? No te vayas a resfriar, oye”.
Le tuve que explicar todo el cuento que pasó con mi tío Juan y que me vine a quedar con mi hermano René. Y para que se quedara tranquila le dije que iría a ver a la tía Enriqueta apenas pudiera. Ahí recién se vino a tranquilizar.
Al rato, los amigos de mi hermano se pusieron a hablar de hacer un asado para darme la bienvenida. Cuando les pregunté a estos chilenos con qué nos íbamos a mandar, se mataron de la risa. Mi hermano les explicó que así le decimos a “tomar” por nuestra tierra. Ellos parece que habían entendido otra cosa porque ya me estaban diciendo que si era pingüina o qué. Y así estuvieron toda la tarde, puro molestándome: “Oye, pingüino Barrientovic, ¿querís que te mandemos?”. No se cansaban de su poto esos chicos.
Y repetían a cada rato que hiciéramos un asado pa’celebrar mi llegada, hasta que mi hermano se aburrió y les dijo que lo hicieran. Qué cosa, parecía que los hubieran soltado y empezaron altiro a planificar: “¿Qué minitas invitamos? Mejor no invitamos a nadie, porque vamos a tener que ducharnos”; “¿Compramos chelas o ron? Mejor chelas porque el ron está muy caro”.
Y así se lo pasaron su buen rato. “Tanto que va a ser”, me preguntaba en mi cabeza. Al rato, mi hermano me mandó a hacer el aseo, por lo que supuse que habían decidido invitar minitas. Apenas dejé terminada la limpieza de las piezas, por fin la ducha estaba desocupada y pude hacerme su aseo poco a mi mismo.
Cuando salí, estaba mi puro hermano y me dijo que sus amigos habían ido a comprar las chelas y la carne. “Tanto que va a ser”, me volví a preguntar en mi cabeza y le pregunté a mi hermano si todavía olía a centolla. Me olió y dijo: “ta’ que nooo”. Tuve que volver a darme una ducha. Eso me pasa por distraído, tendría que haberle pasado la centolla a mi tío Juan antes de subirme al bus, pero no hay caso conmigo…
Cuando salí de la ducha ya habían llegado algunas invitadas. Mi hermano me advirtió que eran estudiantes de música para que no me sorprendiera al verlas. Menos mal que me dijo, porque eran bien raras todas. Andaban con vestidos largos, con el pelo medio enredado y unas trencitas. Una andaba con un teclado que no paraba de tocar. Cuando le pregunté si se sabía una de Di Blasio me quedó mirando feo. Rara la chica.
Me salvaron los chicos que llegaron con las chelas, el carbón y la carne. Bajaron el chulengo, que mi hermano se construyó hace unos años, al pasaje y prendieron el carbón como lo hacen por acá, porque mi papá les habría discutido mucho el método.
En fin, que cuando fueron a sacar la famosa carne, yo pensaba que iban a sacar unas costillas de cordero o por lo menos un lomo de vacuno, pero habían ido a comprar hamburguesas. ¡Hamburguesas! Me caigo’che, están bien enfermos de su cabeza estos nortinos. Pero como mi abuelita siempre me dice: “A caballo regalado no se le miran los dientes”. Y en este caso, por suerte no era caballo molido.
“Tanto que va a ser”, otra vez me pregunté en la cabeza. Y me zampé igual mi porción de “carne”.
Y no saben nah lo que me pasó después, pero eso mejor se los cuento la próxima semana.

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viernes, 28 de marzo de 2008

¿Dónde está mi diccionario?

No saben nah lo que me pasó. El día que llegué al puerto era un viernes, el día en que nos comimos toda la centolla que se me olvidó pasarle a mi tío Juan en Santiago.
Pero antes, déjenme que les cuente como llegué del rodoviario a la casa de mi hermano. Primero tomamos un bus que nos dejó en el reloj Turri, que es bien famoso y siempre aparece en los comerciales de la tele. A los publicistas les encanta el barrio donde está porque parece Londres y tiene edificios antiguos que son la toma perfecta en blanco y negro para darle “más onda” a sus avisos. Ahí mismo, bien escondido, hay un pasillo que da al ascensor Concepción. No se imaginen que es un ascensor como los pocos que existen en Punta Arenas, no. Este es un ascensor ultra viejo y con ventanas para mirar el paisaje de la bahía de Valparaíso. Me morí de susto cuando me subí a él, ya me imaginaba que sus tablas se rompían y me iba guarda abajo por el cerro. Por suerte no era mucha la distancia y al minuto ya estábamos arriba, donde llegamos al paseo Gervasoni. Ahí hay una casa museo de un dibujante famoso que se llamaba Lukas, pero ni entramos porque nos fuimos directo al pasaje Galvez, que es donde mi hermano arrienda el piso de una enorme casa con sus amigotes. Digo el piso, porque cada uno de los tres pisos tiene su puerta y escalera propia, por lo que son varias casas en una sola construcción gigante.
Bueno, después de que dejamos comida toda la centolla, mi hermano se puso a regar unas plantas raras que tiene y me pidió que fuera a comprar pan al mini-market de más arriba. Y para allá partí. En la casa ya había visto que hallullas no compraban, así que cuando entré pedí pan francés. Pero nadie me entendía. Cuando ya pensaba que estaban enfermos de su cabeza, vi que tenían bastante a la venta y pensé que a mí no me querían vender. Me privé y les dije todo enojado que si acaso me veían la cara de argentino, que estaba viendo que sí les quedaba harto pan francés y se los indiqué con la mano. Los vieron, se rieron en mi cara y me explicaron que ese era pan batido o marraqueta. Y yo les dije que no, que la marraqueta era un pan alargado, pero ellos dijeron que ese se llamaba pan flauta o baguette. En fin, que no quise seguir discutiendo, pagué mi pan francés y me mandé a cambiar. Cuando me fui, estallaron en risas. Casi me devuelvo a decirles que ya era el colmo y que se estaban pasando pa’l patio conmigo, pero me contuve.
Cuando llegué todo agitado a la casa, mi hermano me dijo que sentara mi cansancio y que me tomara un vaso de agua. Cuando ya calmé mi cabeza, le conté toda la situación de manicomio que había vivido en el negocio y ahí René me explicó, muerto de risa, que acá se nombra a las cosas de distinta forma, que tuviera más cuidado. No sé, parece que todavía no entiendo mucho a esta gente del norte.
Más tarde en la once, otra vez quedé colgao cuando uno de sus amigos me pidió que le pasara las vienesas del refri. Tras pedirle a mi hermano que me tradujera resultó que me estaba pidiendo las salchichas del frigider.
Y no saben nah lo que me pasó después, pero eso mejor se los cuento la próxima semana.

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jueves, 20 de marzo de 2008

Olor a puerto

No saben nah lo que me pasó. Ahí estaba yo, entero’e traspirao en el aeropuerto de Santiago esperando a mi tío Juan, sin saber donde pararme para que me viera, cuando de repente suena mi celular: “Wena, sobrino, soy yo, tu tío Juan, oye, voy atrasao porque me quedé dormío, esperamé un chiquitito que ya llego, voy volando en la autopista, 10 minutos y ya estoy allá, chao, que sale caro esto”. Y cortó, no alcancé ni a decirle hola.

10 minutos, nada. 15 minutos, nada. 25 minutos, suena el celular otra vez: “Recarga gratis al XXX tu combo…”. Oh, la lesera, ya me tienen chato esas llamaditas de la compañía. Y mi tío no aparecía por ninguna parte. Hasta que por fin llamó: “Oye, voy pasando por afuera, sal rápido que no quiero estacionarme pa’ que me roben los careros del estacionamiento, apúrate”.

En un zuácate subí mi tremenda mochila y casi ni alcanzo a subirme yo. Y en tres minutos estábamos en Pajaritos. Apenas le dio tiempo de explicarme dónde tenía que comprar mi pasaje en bus y me volví a subir a un armatoste, pero esta vez con rumbo al puerto.

El bus pasó por dos túneles. Me caigo’che, que susto me dio el primero antes de darme cuenta qué-lo-que-era, si de estas cosas no tenemos en Magallanes, poh. Al rato de traspasarlo, empecé a sentir un olor raro pero no le di importancia, pensé que eran mis patas. Pero ya saliendo del segundo, empecé a sentir un olor malísimo. Al principio pensé que era porque ya faltaba poco para llegar al mar, pero cuando ya se hizo cada vez más intenso me empezó a extrañar.

En un momento el bus empezó a bajar por una pendiente y supuse que ya estábamos por llegar. Ahí ya los pasajeros se pusieron a mirarme feo, así que noté que era yo el con mal olor. “Qué miércale”, pensé y traté de olerme las alas, pero no era tanto lo traspirao que estaba.

Ya con las primeras casas y en una avenida que me dijeron que se llamaba Argentina, el auxiliar del bus me preguntó si traía un animal muerto en mi mochila porque ya el olor era insoportable. Ahí recién vine a caer: “¡La encomienda de centolla para mi tío Juan!”.

Pucha la lesera. Con tanto apuro, y mi tío Juan tan embalao que andaba, lo olvidé absolutamente. Mi mamá me va a matar cuando se entere.

Mi mochila para qué les cuento, estaba toda mojada, con el calor ya se había descongelado toda la centolla y su caja de helado ya estaba goteando toda mi ropa que se había impregnado de su “aroma”. ¡Desastre total!

En el rodoviario, así le dicen acá a los terminales de buses, mi hermano me estaba esperando. Cuando me abrazó ni hola dijo, antes de eso gritó: “¡Chuta, estai pasao a pingüino, hermano!” Que vergüenza. Andaba con sus amigos más encima, los que no hallaron nada mejor que bautizarme al tiro como “Pingüino Barrientovic”.

Cuando por fin llegamos a su casa en el cerro Concepción, la verdad que me dio lo mismo el mote que me pusieron porque nos comimos toda la centolla, no quedó ni cáscara.

Y no saben nah lo que me pasó después, pero eso mejor se los cuento la próxima semana.

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jueves, 13 de marzo de 2008

Despegue de avión y de otras cosas

No saben nah lo que me pasó. Viajé en avión por primera vez. Pero no le cuenten a nadie, me da vergüenza. ¡Oye la cosa bakán! Un poco de susto al despegar, pero después se me pasó. Pero rebobinemos un poco porque antes fueron las despedidas.

La de los amigos primero. Una tomatera apoteósica a la que fueron todos los cumpas. La tracalá de onas y yámanas buenos pa’l pisco y el ron. Es que estudié en un colegio (que no voy a nombrar por miedo a represalias) de puros hombres. Bueno, casi todos éramos hombres, pero eso ya es otro tema. La despedida no fue en mi casa, obvio, porque mi mamá se muere, resucita y se vuelve a morir con el despelote que quedó. No hubo ni carne ni papa, hijito, eso pa’ los asaos de mi papá que es bueno pa’l cordero como todo buen magallánico que se precie de tal. Esto fue puro alcohol en la casa del Apio Ojeda, que quedó pa’ la historia. Por suerte sus papás estaban en la estancia porque al otro día hasta puchos en la cama de su perro dice que encontró. El Apio Ojeda es mi mejor amigo del curso desde primero básico, cuando yo le puse así porque llevó de colación una rama de la verdura en cuestión, será gil. El mamón, en el clímax de la curadera, lloraba porque me iba. “Eso te pasa por flojo pos, amermelao”, le dije con mucho tacto pa’ calmarlo, “con un poquito que hubieses estudiado, demás que te alcanzaba para alguna pedagogía en cualquier cosa”.

Después vino la despedida de la familia en el aeropuerto. Fue larga porque llegamos como dos horas antes, casi tuvimos que pedir que nos abrieran la puerta. Somos tan exagerados los Barrientovic. Y mi mamá, todo un caso. No paraba de darme recomendaciones: “no te saques tu parka en el avión porque te puede entrar un aire y cuando ya te aclimates te la sacas en Santiago”; “le prendí una velita a San Cristóbal para que tengas buen viaje y apenas llegues donde tu tía Enriqueta me llamas con el celular, que para eso te compré un buen plan, ¿no lo habrás gastado todavía, no?”; “en Santiago te va a ir a buscar tu tío Juan, él te va a dejar en Pajaritos para que tomes el bus a Viña y no te olvides de pasarle la encomienda”; y bla bla bla, me tenía mareado, quería puro subirme al avión de una buena vez.

Mi papá piola, me pasó una tarjeta adicional y me advirtió que no me pasara de lo dispuesto para el mes porque si no me cortaba los co… los mechones del pelo que ya los tengo bastante largos y no me los pienso cortar. La Poncia dice que me quedan cool.

Y La Poncia también fue, claro. Más celosa que nunca, ni un poquito pude hablar con la azafata en el mesón. Estaba más rica la tonta…

Hasta que por fin me subí al avión con mi tremenda mochila llena de cuestiones que tendré que repartir a las amigas de mi mamá apenas pise suelo chileno. Tres veces aterrizamos porque hacia escala en Natales, Balmaceda y Puerto Montt. Qué susto, hijito del diablo. Me caigo’che, qué manera de tiritar ese pájaro. Cuando la azafata me ofreció un whiscacho se lo agradecí casi gritando. Aunque por otro lado, me emocioné porque me debe haber encontrado cara de persona más adulta. Casi le pido el teléfono, pero me achunché.

El tío Juan no me estaba esperando nah y yo traspirao de calor’che en esa tremenda custión de aeropuerto que tienen en Santiago. Y no saben nah lo que me pasó después, pero eso mejor se los cuento la próxima semana.

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jueves, 6 de marzo de 2008

Marcador a cero otra vez

No saben nah lo que me pasó. Me alcanzaron los puntajes pa’l norte. En serio. Ni yo me lo creí, si no había estudiado nah, poh. Casi me caí de poto cuando miré la página de Internet y como era una de esas truchas que publican antes, menos me lo creí. Tuve que esperar a que fueran las doce y en la página de La Chile recién vine a creerlo. Primero fue como, “ah, la media volaíta” y después “waaaaa, ¿qué hago ahora?”.


Lo primero que hice fue contarle a mi hermano que estudia en Valpo, después a La Poncia y al final a mi papá. “Papá”, le dije, “no sabís nah, me alcanza el puntaje para parvulario en Valparaíso”. Se cagó de la risa, poh. “Pedagogo en Educación de Párvulos y el hocico te queda ahí mismo”, me corrigió sabiendo que lo estaba palanqueando. “¿Y qué vas a estudiar, este?”, me preguntó tomando un cuchillo de la mesa y agarrándome por el cuello. “Tú sabís lo que quiero”, le respondí entre risas. “Bueno, pero después no te vas a andar arrepintiendo porque tenís que dejar terminado tus estudios, no te venís de vuelta sin acabar algo ¿escuchaste?”, fueron su alentadoras palabras y, finalmente, la aprobación para que hiciera lo que siempre había querido: estudiar Enfermería. Nah oh, si toy leseando: Periodismo. Sí, quizás me voy a morir de hambre, pero no importa. Que le ponen color, oh.

¿Y qué dijo mi mami? ‘Uta, mi mami se puso histérica. Empezó a llamar a todas sus amistades del norte. Quería que me fuera a Viña porque ahí tiene a la mayoría de sus amigas pero yo me puse firme, le dije que no, que me iría con el René, mi hermano grande que vive en Valparaíso. Pero insistía la iñora, que “la Poty Echeñique vive tan cerca de tu facultad, a lo mejor te puedes quedar ahí mientras buscamos un departamentito y así también puedes pasar todos los días a saludar a la tía Enriqueta que está tan viejita y sola, seguro que te invita a tomar té. Tiene un nieto estudiando Medicina, podrías hacerte amigo de él, tienes que ampliar tu círculo de amistades…” y bla bla bla, no le paró la lengua hasta que me subí al avión.

¿Y La Poncia qué dijo? Estaba contenta por mí, pero igual me di cuenta que le daba pena. A mí también. Es que ella recién pasó a tercero medio poh. Le dije que si quería, como ahora voy a estar tan lejos, podíamos quedar como amigos. Casi me pega. “¿’Tay loco? ¿Pa’ que podai ponciar tranquilo en el norte? Nica. Lo que vamos a hacer es lo siguiente”, me dijo furiosa, “ahora existe el Messenger, el Fotolog y el celular para que no se pierda el contacto”. “Ah, ¿me vas a tener cortito?”, le respondí. “Sí”, fue su única respuesta y no habló más el tema. Después me abrazó y me dijo que me quería mucho. Será poh. No sé cómo me voy a aguantar tanto tiempo sin ella por allá.

Lo que me queda claro es que muy alto puntaje habré sacado en la PSU, pero desde ahora el marcador vuelve a cero. Y ahora una confesión, pero no se lo cuenten a nadie: nunca he estado en el norte. Quizás por eso mi mamá insistía con que me fuera a Viña, con tanta noticia en la tele y los diarios de asaltos, asesinatos a abuelitas, niños perdidos y abusados, y todo el kit de violencia que viene incluido hasta agotar stock.

Y me da un poco de miedo eso, pero bueno, que no se me aconchen los meaos y a echarle pa’lante nomás. Y no saben nah lo que me pasó después, pero eso mejor se los cuento la próxima semana.


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